martes, 20 de marzo de 2018

El juego de vestir de una novia

Si hace trece años, cuando me casé en Benidorm con Felipe, me hubieran dicho cómo iba a terminar nuestro matrimonio más de una década después, jamás lo habría creído.
Felipe era el hombre de mi vida, mi media naranja, el complemento perfecto para mi maltratado corazón. Yo no entendía la existencia sin él y todo mi universo giraba en torno a él.
La vida de casados, los primeros años, me pareció lo más maravilloso del mundo. Todo eran ventajas, detalles de Felipe, y cosas buenas.
Al cabo de ochos años, sin embargo, ya empezaron a cambiar las cosas.
La convivencia, la monotonía, y el día a día juntos, en general, dieron lugar a diferencias y roces que no supimos gestionar demasiado bien.
Pero todo se fue a pique cuando descubrí que mi Felipito era un pervertido.
Al parecer, lo había sido siempre, pero se cuidó mucho de ocultármelo para que yo no lo supiera.
Lo descubrí una mañana por pura casualidad.
Felipe se quedó dormido y se levantó tarde para llegar al trabajo. Así que se arregló corriendo y salió por la puerta a toda velocidad. Con las prisas, olvidó su maletín en la mesa de la cocina.
Al verlo, lo cogí para llevárselo al garaje, pero se me cayó al suelo y todos los documentos quedaron desperdigados por el pasillo.
Entre ellos, vi una cosa extraña: era una especie de revista infantil, con la silueta de una muñeca de cartón y un montón de vestidos de papel en las páginas siguientes, que se recortaban y se le podían poner a la muñequita. Había vestidos, biquinis, pantalones, zapatos…
¿Qué podía hacer aquello en el maletín de mi Felipín?
Intrigada, quise averiguar algo más y entré en su ordenador. No me preguntéis por qué lo hice. Sólo tuve un presentimiento.
Y lo que encontré allí nunca lo olvidaré. Fue terrible.
Mi marido jugaba desde hacía tres años con JUEGOS DE VESTIR NOVIAS.
Llevaba años engañándome, diciéndome que se tenía que quedar despierto hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, sacando el trabajo atrasado de la oficina.
Pero nada de eso: lo que hacía era pasar horas jugando al juego de vestir novias.
El registro del ordenador no mentía. Las horas coincidían. Mi marido era un fetichista.
Felipe me engañaba con una novia electrónica a la que vestía y desnudaba durante horas, con modelos diversos: desde correctísimos trajes de chaqueta, hasta la lencería más erótica que jamás había visto.
Y a mí nunca me regaló ni siquiera unas braguitas. Ni en San Valentín.
Felipe prefería estar con su novia virtual vestible y desnudable hasta las cuatro de la mañana, antes que dormir conmigo.
Por eso lo dejé y así acabó mi matrimonio.
Vaya forma más tonta de divorciarse, vamos, digo yo.

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